martes, octubre 25, 2005


DIAS DE CAMPO : LA REVANCHA CRIOLLISTA.


Alone: “Días de campo transparentan hasta el fondo, no conocen empañadura: allí siempre encontramos el rostro del autor, su señorío, su bondad, su inteligencia clarísima, libre de complicaciones, exenta de afectación profesional”.


Los filmes de Raúl Ruiz son siempre más que una película, son generalmente especulaciones sobre la posiblidad de construir dispositivos alucinatorios. Máquinas barrocas que entrampan la mirada, desterritorializan al ojo esclavo de la fabula narrativa y lo desplazan hacia zonas de engañosa complejidad para luego atraerlo nuevamente a un mundo reconocible pero transfigurado por su estrategia excentrica

Cuando creemos que vamos a presenciar una obra de tono criollista nos enfrentamos a una operación que no solo rebasa lo realista en sus aspectos ingenuos de intención representativa y reduccionista, sino que también cuestiona la posibilidad de instalar el efecto fantástico en su manera tradicional. "Dias de Campo" esquiva en esa medida las soluciones preferidas por la industria y el cine de corte clásico, para activar las posibilidades adormecidas de la materialidad de los planos.

En lugar de esa insistencia en la comprensión de la fabula de su filme - esa obsesión de guionistas y productores por la comunicabilidad de la obra- Ruiz se concentra en elaborar diversos planos que permitan reconcentrar la percepción en nuevas cartografias audiovisuales. El filme no es una simple historia ilustrada sino un intento por reconocer los límites del lenguaje. Es en ese reconocimiento, en esa tensión formal, en donde el autor encuentra el sentido de su oficio y el espectador el placer del ojo extraviado que recorre con ansiosa y vital energia el laberinto de la obra.

"En muy pocas palabras, estoy tratando de jugar, de desarrollar las funciones que naturalmente están en cada plano, de manera tal que ellas sirvan para que cada plano se haga notar independientemente" (Raúl Ruiz).


"Dias de Campo" es un seductor ejercicio de costumbrismo con aires campestres que oculta un sofisticado arsenal de operaciones barrocas bajo una engañosa apariencia de normalidad naturalista (es posible que sea el naturalismo la operación más traicionera de las desarrolladas por la industria cinematográfica, con sus reglas simplificadoras de lo irreductible, su aparente transparencia y claridad expositiva encarnada en la pequeña tiranía del conflicto central, su obsesión por las nimiedades de la gramática, del quehacer técnicamente correcto – esa patología del manual que solo permite realizar lo ya realizado- , el naturalismo cinematográfico no es más que un intento frustrado por no complicar las cosas, por no manipular libremente las forma; finalmente por no tornar divertido aquello que supuestamente debería ser tan serio).

El filme de Ruiz se sitúa en la periferia – en la frontera excéntrica - de la mirada costumbrista con sus gestos criollos y sus arquetipos risibles recargados de superchería patriótica, y a la vez se desplaza tangencialmente por las sendas de la experimentación y las operaciones de trasgresión de los autores de la nouvelle vague – las operaciones de especulación temporal de un Resnais son reinventadas por Ruiz desde un prisma lúdico, más cercano al espíritu de los autores del cine silente como Epstein y a las elucubraciones alquímicas de Alekan - posiblemente su cercanía con Godard sea la más reconocible, un parentesco no reconocido por ninguno de los dos pero que a la distancia del espectador resultan asimilarse a una lógica de apropiación cultural, canibalización de referencias que sitúa a Borges como una de sus influencias más preclaras.

Desde esa disidencia irónica hacia las tendencias extremas, Ruiz ha logrado establecer un discurso de la inestabilidad fílmica, en donde recurre a una serie de estrategias que van desde los juegos especulares, la trastocación temporal, el uso a niveles de propuesta ética de la trampa ocular, la asimilación incesante e insensata de cuenta teoría, fábula, y especulación religiosa que le permita instalar nuevas estructuras al interior de sus relatos – construcciones leves pero no enclenques; solo las obras prepotentes pretenden ocultar su superficialidad – cultura manierista puesta al servicio de la puesta en escena. Ruiz como Godard, y porque no, como Tarantino, apuestan la realización de sus filmes a la potencialidad de dispersión de sus formas. Como una escopeta con cañones recortados sus filmes estallan en un golpe de dispersión, la bala encuentra a su objetivo de manera lineal y univoca, en cambio los perdigones girando enloquecidamente sobre si mismos hacen blanco de manera lateral, accidental, excéntrica, alcanzando a diversos objetivos a la vez, sin conciencia de efectividad mecanicista sino con impredecibles rebotes como una enloquecida encarnación de una interpretación delirante de la teoría del caos.


Una fábula aparentemente débil deviene en máquina alucinatoria al encarnarse en una serie de maneras complejas – la complejidad en Ruiz no pasa por la sobreproducción o la tecnología de punta sino por la astucia culta de su mirada, una especie de saber artístico que involucra lo popular con lo refinado en rigor de su efectividad en la construcción de la puesta en forma de cada secuencia – en donde un texto de maneras aparentemente naturalista obtiene una contralectura interpretativa que logra resaltar sus potencialidades adormecidas por la pasividad del lector. Un relato de casas de campos, de escritores olvidados, de servidumbre soterrada, aparecidos y amistades reencontradas. Microhistorias de perros asesinados y de amos vengadores, de huérfanos, guachos e hijos olvidados en la trastienda de la casa patronal. Historias de viejos, de viejos muertos y que han olvidado su muerte tras una charla de bares.


Todo aquello que se presenta como lo familiar, lo domesticado de nuestra construcción hipotética de identidad nacional – fantasma incomodo e permanente como la gotera errante del filme – se manifiesta de manera transfigurada en esta versión surrealista-imaginista del costumbrismo. Surrealismo de cuño buñeliano, y a la vez un buñuel leído desde las posibilidades transformistas de la trampa barroca que atrapa la mirada solo para llevarla a la perplejidad de un infinito que cabe en el entrecruce de dos espejos enfrentados.

Poco queda en este filme de nuestras películas de campo, o de aquellas adaptaciones de cuentos nacionales que intentan a base de disfraces y reconstrucción histórica, de maquetas y adornos brillante el instalar un verosímil inexistente, una postal necrofilica asfixiada por el corsé de la falsificación naturalista. Filmes de guardarropía, de jinetes improvisados, de trajes a la medida, tufillo de museo histórico y academia encanecida.