martes, septiembre 05, 2006


EL REY DE LOS HUEVONES: la risa inocua.
por Miguel Angel Vidaurre.

Nuestra capacidad de asimilar operaciones formales externas a nuestra inexistente tradición cinematográfica ha sido por lo general un proceso abortado y mal resuelto.

La mayoría de nuestros cineastas han sido notablemente incompetentes al momento de canibalizar los corpus estratégicos de otras cinematografías, géneros o tendencias. La torpeza insular parece bloquear nuestra capacidad de aprehender aquellos elementos externos y encarnarlos en una operación de traducción que permita legitimar lo capturado.

A excepción de un par de cineastas de nuestro período formativo –Jodorowsky, Ruiz, el primer Littin – y las tentativas más recientes de Sebastián Campos, Matias Bize y Oscar Cardenas, en el ámbito del filme de ficción de cuño independiente, como también los atisbos del género con Jorge Olguin y su desplazamiento a la industria norteamericana, nuestra producción a estado y esta confinada a un estrecho molde de endogamia cultural. Incapaces de deglutir las referencias externas terminamos por ceder a ellas como puro ejercicio pastiche o encierro en nuestra autoreferencialidad criollista.

El filme de Boris Quercia se instala en esa incomoda situación de la obra correcta pero carente de subjetividad frente al material fílmico, es solo pragmatismo narrativo y casi ninguna inflexión sobre el soporte. El espectáculo se funda en la posibilidad del exceso de claridad de la fábula y en las posibilidades de evitar cualquier tipo de enfrentamiento con los espectadores. El filme es tan transparente que finalmente pareciera que no existiese.

Comedia limpia hasta la ingenuidad – que en todo caso no es sinónimo de incapacidad empresarial- en donde circulan superficialmente diversos referentes de un cine que no busca actualizar su mirada, desde los obvios acercamientos a las tramas burlescas y sentimentales orquestadas por Chaplin, la utilización de un mundo popular no politizado presente en la comedia italiana o el gesto populista de no agresión del cine de Cantinflas. Sin embargo, ninguna de estas operaciones es reciclada, ni siquiera asimilada de manera profunda por Quercia, sino solo se limita a operar desde la superficie de la semejanza. Del cine de Chaplin solo queda el niño, la sentímentalidad y el perdedor de gran corazón, pero no hay espacio para la crueldad, la agresión al poder y la pirueta física coreografiada que transformaba sus chistes en operaciones audiovisuales.

En el caso de la comedia italiana la distancia es más compleja, pues en donde los italianos instalaban el realismo grotesco y los grupos populares tan envilecidos como los peores burócratas, en el RH solo afloran los estereotipos costumbristas tan inocuos como predecibles. El exceso barroco del lenguaje de Cantinflas se bloquea ante la imposibilidad de fluidez de los diálogos y solo restan aquellos momentos de insufrible banalidad moral en donde se instala el triunfo de la honradez por sobre la corrupción ambiental. Moralina repleta de tacita vanidad de aquel que se supone no contaminado y por lo tanto no humano a fin de cuentas ( es posible leer la última mirada cómplice del filme entre Quercia y Tamara Acosta como algo más que amistad y presuponer que el personaje a logrado entender algo de la complejidad humana).

Más allá de los ribetes costumbristas, del énfasis en un humor que no cause consecuencias ni molestias en el público ( el reconocimiento con aquello que suponemos que somos, produce gracia pero deja las cosas en el mismo lugar), de la primacía del argumento por sobre cualquier pretensión formal del filme – la excepción podría ser la fantasía del niño al escuchar el cuento inventado por el personaje de Quercia- lo que produce el constante apaciguamiento de impacto de la película es la pobreza de pretensiones en su puesta en escena, tan plana e inexpresiva como un programa de televisión en vivo o lo que es peor un telefilme con pretensiones redencionistas financiado po
r el estado.